Cuando era pequeña, iba cada semana a la biblioteca. Me llevaba a casa dos o tres libros y los devoraba ansiosa para regresar a por más a la biblioteca. En mi casa había libros también, sí (¡por suerte!), pero no tantos ni tan variados (ni tenían tejuelos y el sello de la biblioteca pública, que siempre es un plus).
Ir a la biblioteca era, para mí, todo un acontecimiento. No vivíamos especialmente cerca, así que tenía que esperar pacientemente a que pudieran llevarme, o a que me cuadrara el horario de las actividades de la tarde para poder acercarme un ratito antes de que vinieran a buscarme. En verano, me levantaba temprano para ir a primera hora, antes de que hiciera calor. Y cuando un libro me gustaba mucho, volvía a sacarlo prestado al cabo de los meses para disfrutar de una relectura.
Y aun así, con el paso de los años, dejé de ir a la biblioteca. Varias mudanzas, horarios complicados y una reducción considerable en el tiempo que podía dedicarle a la lectura fueron los principales culpables. También empecé a leer en digital (¡y estoy encantada!)
Pero, casi de casualidad, después de años sin llevarme prestado un libro, hace unos meses he vuelto a descubrir las bibliotecas.
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