Últimamente, cuando me doy el lujo de pasarme por una librería (o por una feria del libro, ¡que estamos en temporada!), me da la sensación de que lo que se lleva ahora son libros gordotes, importantes: ¡cuanto más largos, mejor!
Sobre todo en novela histórica, que es de lo que más leo, pero también en otros géneros. Parece que no puedes ser un best-seller si no tienes un mínimo de quinientas páginas (¡y varios casos diagnosticados de tendinitis en la muñeca de algún lector intrépido que ha pasado horas sujetando el volumen sin atril!)
¿Y dónde quedan entonces las novelas cortas?
Que, oye, a mí también me gusta, de vez en cuando, sumergirme en una historia épica, de las que atrapan de verdad, y no salir de ella en un mes. Pero lo cierto es que, más veces de las que me gustaría, a muchos de esos libracos les sobra, cuanto menos, un cuarto de las páginas. El que no cae en el infodumping (de nuevo, un mal endémico de la novela histórica) peca de un abuso del relleno y la paja y, a veces, hasta de repetir la misma información hasta la saciedad, una y otra vez, como si al lector se le hubiese olvidado lo que ocurrió en la novela hace quince capítulos.
¿Y no te apetece, ahora que hace buen tiempo y pasamos menos tiempo en casa, leer cosas cortitas, de una sentada o en un fin de semana (como esas miniseries por las que ahora tanto apuesta Netflix, que te has ventilado en diez capítulos)? Si solamente tienes tiempo para leer (o escuchar audiolibros) de camino al trabajo, ¿no será mejor elegir una novela corta, de menos de doscientas páginas, que puedas terminar en una o dos semanas?
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