
Para hoy tenía claro que quería hablarte de algo relacionado con la Navidad: tenía varias opciones y he estado a un paso de escribir una entrada sobre El Cascanueces o el Cuento de Navidad de Dickens (lo dejaremos para futuras navidades), pero entonces me acordé de un cuentecillo muy cortito de Hans Christian Andersen que se llama La niña de los fósforos o La vendedora de fósforos. Es un cuento tristísimo (aunque la mayoría de los cuentos de Andersen son tristes; ¿has leído La Sirenita?) y muy sencillo, pero precisamente por eso es tan bonito.
La sencillez de La niña de los fósforos
Seguro que te suena: una niñita enciende una cerilla tras otra de las que no ha conseguido vender en el día de San Silvestre y cada fósforo le trae una ilusión: las tres primeras (porque son tres, claro) le muestran una estufa, un banquete y un árbol de Navidad y la última es la imagen de su abuela muerta que se la lleva al cielo. De hecho, si lo piensas, es todo de lo más trágico: una niña pobre que muere de hipotermia. Pero Andersen se encarga de que, aparte de la lógica lástima que nos da la pobre niña, su agonía y desgracia nos parezca hermosa.
Es curioso, pero lo que mejor funciona en Navidad son las cosas sencillas (que no simples): seguro que los recuerdos más entrañables que tienes de estas fechas son de cosas sencillas, de ir a buscar musgo al campo para el portal de Belén o de dejarles leche en un platito a los Reyes Magos, ¿a que sí?
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