Cómo separar el grano de la paja en tu novela

Cómo separar el grano de la paja en tu novela

CUANDO ESTABA ESCRIBIENDO el primer borrador de la novela que estoy en proceso de corregir ahora mismo (para la que me puse a buscar como loca si había lecheros en Berlín en 1961), tuve varios baches de escritura. No es la primera vez que me atasco, ni será la última, pero sí que ha sido especialmente duro para mí terminar esta novela, entre otras cosas porque he tardado más de lo que suelo en acabarla (también porque es más larga que las que he escrito antes) y porque la empecé antes de tiempo: sabía cómo quería que fuera el final pero no tenía claros puntos muy importantes de la estructura (como quién quería que fuera mi narrador) ni del tono que quería darle, así que no sabía cómo iba a llegar a ese final.

Normalmente, suelo planificar las cosas con mucho más cuidado y me hago una escaleta o lista de escenas, o por lo menos de lo que quiero que pase en cada capítulo. Pero esta vez me lancé a la piscina demasiado rápido, con cosas como «1971, Heike» como TODA indicación de lo que iba a ocurrir en el capítulo 3 (un capítulo que debía tener cerca de 15.000 palabras y que, claramente, iba a necesitar algo más que monólogos internos del personaje cuyo punto de vista quería explotar para funcionar).

Además, como me marqué a mí misma un objetivo diario de 700 palabras que me decidí a cumplir, la consecuencia clara de todo esto es que había días que me sentaba ante el Word sin saber qué se suponía que tenía que hacer con mis personajes. Así que ahora, corrigiendo, me toca leer (y eliminar o, al menos resumir), párrafos y párrafos de descripción de cómo mi Heike se prepara un café, se lo toma, mira el reloj de pared de la cocina, se levanta y lava los cacharros, limpia la encimera, se mira al espejo del pasillo, va al cuarto de baño, decide que es buen momento para fregar el suelo, etc. Es decir: paja. Relleno que escribí para cumplir con las 700 palabras diarias mientras encontraba la manera de hacer que Heike se decidiera a salir de casa y a ir a hablar con Fulanito de tal, que era lo que me interesaba que pasara.

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Dos cosas (y media) que los escritores podemos aprender de Giselle

corps de ballet

EL MIÉRCOLES PASADO, justo después de colgar esta entrada sobre novelas de espías, me fui al cine porque echaban el ballet Giselle en directo desde el Royal Opera House de Londres. No era la primera vez que veía un ballet, pero sí la primera que lo hacía en el cine: por si nunca lo has probado, es una experiencia totalmente recomendable.

La música, ella solita, ya habría bastado para enamorarme, pero si a eso le unes los saltos, los pas de deux, el vestuario, la forma que tienen los bailarines de llenar todo el escenario, la mímica… Pues eso, que salí del cine con corazoncitos en los ojos.

Por supuesto, lo que más impresiona son los protagonistas de la historia: llevan el peso de la acción y del baile y se quedan con las coreografías más espectaculares; sin embargo, una de las cosas que más me llamó la atención de esta producción (quizás por esto de que la vi en el cine, con cambios de plano y alta calidad, que son cosas que te permite fijarte en los detalles) fue el corps de ballet (es decir, toda esta gente que aparece por detrás de los protagonistas, como haciendo bulto: esa es básicamente su función principal).

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